Jocs Florals 2016-2107
El dimecres 17 de maig es va celebrar la cerimònia de lliurament dels premis per aquesta edició dels Jocs Florals. L'acte que va omplir el Jardí Kokoro de la Facultat de Traducció i Interpretació va acollir els guanyadors de l'edició d'enguany:
- Prosa castellana: Rubén Benítez
- Poesia castellana: Desert
- Prosa catalana: Edgar Cotes i Argelich
- Poesia catalana: Jan Gómez i Solanes
- Traducció anglès > castellà: Denis Torres Gamero
- Traducció anglès > català: Edgar Cotes i Argelich
- Traducció francès > castellà: Elena Insa Caravaca
- Traducció francès > català: Raúl Monclús Ruiz
- Traducció alemany > castellà: Desert
- Traducció alemany > català: Montse Cruells
Aspirante – Rubén Benítez
El aspirante se mordía los gruesos labios mientras esperaba su turno. Había llegado puntual a la audición, mucho antes que sus iguales de otros barrios.
Cuando comenzaron a llegar más aspirantes, comenzaron los comentarios habituales. Un comprador de camisetas de la talla XXXL le dijo que el casting era para una serie de televisión, no para jugar al baloncesto.
El aspirante se cambió de lugar y se sentó junto a otro que llevaba tatuada una cruz celta en el antebrazo, quien le dijo que en esa serie no había escenas de cama, que los actores de cine erótico no tenían nada que hacer allí, que no iba a enseñar la polla.
Se cambió de asiento por segunda vez y pasó por delante de un grano de arroz andante que se movía como un cantante de hip hop moderno y se autodenominaba como negro. El aspirante se lamentaba por él.
Quedaba un asiento libre en una esquina, junto a dos gemelos con bolsas de patatas fritas. Los gemelos masticaban con la boca abierta, eructaban sin ningún pudor y se rascaban los rincones peludos de sus flácidos cuerpos como fideos cocidos. El aspirante trató de ignorar la conversación que estaban teniendo aquellos individuos, se puso los auriculares y se deleitó con una canción de Chuck Berry. En un momento dado, uno de los gemelos usó el bajo de la camisa del aspirante para limpiarse la boca. Ante tal insolencia, el aspirante cogió el toro por los cuernos y se enfrentó a ese hombre. El gemelo dijo que lo sentía, que creía que los negros se hacían la ropa con restos de servilletas, mientras el otro gemelo le quitó uno de los auriculares, se lo puso en el oído y dijo que los negros no deberían escuchar rock, que era una música que no les pegaba, y que sería mejor que siguieran ganando dinero a base de no crear melodías para sus raps.
La puerta se abrió y el nombre del aspirante se oyó. El que había sido nombrado se limpió la saliva que había caído sobre él y entró con la camisa tan sucia como la mitad de las personas que había en aquel cuarto.
Uno de los entrevistadores le dijo que, por favor, se pusiera una camisa del vestuario, sin dejarle a ese chico explicarse.
El aspirante se rascaba su chata nariz delante del espejo para intentar provocarse una mueca. Bajo la belleza de sus ojos azules solo había tristeza y rabia, lo que para él significaba que era un martes cualquiera.
Salió del vestuario y se acercó al atril donde había unas líneas de guión para la nueva serie. Las leyó antes de pronunciarlas en voz alta sin darse cuenta de que los entrevistadores lo miraban con desprecio y se susurraban unos a otros. Nada más empezar, lo interrumpieron.
—Espera, muchacho. ¿Por qué no pruebas a leerlo con otro tono?
—¿Con otro tono? ¿No lo he hecho bien?
—Lo habrías hecho bien si se tratase de doblar a un personaje de animación, pero esto es para una serie de televisión con actores, se supone que eres actor, actúa tal como el público lo espera.
—¿Se refiere a que me mueva y haga gestos? Creo que la situación no lo requiere.
—Y no lo requiere, joven. Es un soliloquio previo a un flashback en el que el personaje cuenta lo que le pasó el día anterior. Ponga voz, ya sabe… voz de gente como usted.
—No le entiendo, no he dejado de hablar con mi voz, nunca.
—Y eso debes cambiar cuando estés actuando. A ver, ¿tú de dónde eres?
—De aquí, de esta ciudad, de toda la vida. He nacido aquí y aquí me he criado.
—Ya, pero… ¿de dónde sois en realidad tu familia y tú?
—Mi familia vive aquí desde hace siete generaciones, somos estadounidenses.
—Pero en algún momento erais africanos, ¿no? Pues pon voz de negro, como cuando vivíais en la selva y hablabais con los monos. E intenta meter expresiones de esas que dicen los negros por la tele. Venga, otra vez.
Ninguno de los entrevistadores lamentó que el negro se marchase sin aceptar el papel. Se ahorraron comentarle que cobraría menos que el resto del elenco.
El aspirante se mordía los gruesos labios mientras esperaba su turno. Había llegado puntual a la audición, mucho antes que sus iguales de otros barrios.
Cuando comenzaron a llegar más aspirantes, comenzaron los comentarios habituales. Un comprador de camisetas de la talla XXXL le dijo que el casting era para una serie de televisión, no para jugar al baloncesto.
El aspirante se cambió de lugar y se sentó junto a otro que llevaba tatuada una cruz celta en el antebrazo, quien le dijo que en esa serie no había escenas de cama, que los actores de cine erótico no tenían nada que hacer allí, que no iba a enseñar la polla.
Se cambió de asiento por segunda vez y pasó por delante de un grano de arroz andante que se movía como un cantante de hip hop moderno y se autodenominaba como negro. El aspirante se lamentaba por él.
Quedaba un asiento libre en una esquina, junto a dos gemelos con bolsas de patatas fritas. Los gemelos masticaban con la boca abierta, eructaban sin ningún pudor y se rascaban los rincones peludos de sus flácidos cuerpos como fideos cocidos. El aspirante trató de ignorar la conversación que estaban teniendo aquellos individuos, se puso los auriculares y se deleitó con una canción de Chuck Berry. En un momento dado, uno de los gemelos usó el bajo de la camisa del aspirante para limpiarse la boca. Ante tal insolencia, el aspirante cogió el toro por los cuernos y se enfrentó a ese hombre. El gemelo dijo que lo sentía, que creía que los negros se hacían la ropa con restos de servilletas, mientras el otro gemelo le quitó uno de los auriculares, se lo puso en el oído y dijo que los negros no deberían escuchar rock, que era una música que no les pegaba, y que sería mejor que siguieran ganando dinero a base de no crear melodías para sus raps.
La puerta se abrió y el nombre del aspirante se oyó. El que había sido nombrado se limpió la saliva que había caído sobre él y entró con la camisa tan sucia como la mitad de las personas que había en aquel cuarto.
Uno de los entrevistadores le dijo que, por favor, se pusiera una camisa del vestuario, sin dejarle a ese chico explicarse.
El aspirante se rascaba su chata nariz delante del espejo para intentar provocarse una mueca. Bajo la belleza de sus ojos azules solo había tristeza y rabia, lo que para él significaba que era un martes cualquiera.
Salió del vestuario y se acercó al atril donde había unas líneas de guión para la nueva serie. Las leyó antes de pronunciarlas en voz alta sin darse cuenta de que los entrevistadores lo miraban con desprecio y se susurraban unos a otros. Nada más empezar, lo interrumpieron.
—Espera, muchacho. ¿Por qué no pruebas a leerlo con otro tono?
—¿Con otro tono? ¿No lo he hecho bien?
—Lo habrías hecho bien si se tratase de doblar a un personaje de animación, pero esto es para una serie de televisión con actores, se supone que eres actor, actúa tal como el público lo espera.
—¿Se refiere a que me mueva y haga gestos? Creo que la situación no lo requiere.
—Y no lo requiere, joven. Es un soliloquio previo a un flashback en el que el personaje cuenta lo que le pasó el día anterior. Ponga voz, ya sabe… voz de gente como usted.
—No le entiendo, no he dejado de hablar con mi voz, nunca.
—Y eso debes cambiar cuando estés actuando. A ver, ¿tú de dónde eres?
—De aquí, de esta ciudad, de toda la vida. He nacido aquí y aquí me he criado.
—Ya, pero… ¿de dónde sois en realidad tu familia y tú?
—Mi familia vive aquí desde hace siete generaciones, somos estadounidenses.
—Pero en algún momento erais africanos, ¿no? Pues pon voz de negro, como cuando vivíais en la selva y hablabais con los monos. E intenta meter expresiones de esas que dicen los negros por la tele. Venga, otra vez.
Ninguno de los entrevistadores lamentó que el negro se marchase sin aceptar el papel. Se ahorraron comentarle que cobraría menos que el resto del elenco.
Qualssevol - Edgar Cotes Argelich
5115. Un número amb dos cincs. Dos uns. Capicua. Posterior de 5114 i anterior de 5116. Múltiple de cinc. Si el multipliques per dos, dona 10230 i si el divideixes entre dos, et dona 2557,5. Podria ser un número qualsevol, al cap i a la fi. Podria ser el número d’un telèfon, d’una adreça, d’un codi postal, d’un any, d’un segle, d’un codi de barres, d’una estrella, d’un satèl·lit, d’un planeta o, fins i tot, d’un model nou d’impressora. [...]
A la vegada, però, aquest número ho canvia tot.
Us explicaré una història normal i corrent. Una història d’unes persones qualssevol. Home de mitjana edat. Casat i amb fills ja adolescents. Assalariat en una empresa multinacional. Un bon dia amb la seva esposa decideixen instal·lar-se aquella aplicació que està tan de moda. Segons sembla, és capaç de calcular amb exactitud l’afinitat entre les persones. Ells no hi creuen, però decideixen provar-ho, per a veure què passa. Saben que, surti el que surti, no faran cas del que els hi digui una estúpida màquina. La seva relació va més enllà d’això. Així doncs, cadascú es fa les proves, per separat, i esperen fins que el seu perfil personal està llest per a funcionar. El temps d’espera és demencial. Els dubtes broten talment com mala herba. Finalment, quan són a casa, amb nerviosisme, obren l’aplicació i veuen que el seu número d’afecte ja està determinat. 5001. Al caire de l’abisme, però encara dins la branca d’«amor».
Ja poden respirar, alleujats.
A partir d’aleshores, la funció de l’aplicació passa a ser principalment la xafarderia. Miren els números d’afecte que comparteixen amb els seus veïns, amics, familiars. Alguns no els sorprenen pas, però d’altres els xoquen considerablement. Com és possible que amb el seu propi germà només tingui «amistat profunda» i que amb la sogra estigui dins la branca de l’«amor»? Alguna cosa no deu anar pas bé.
Tanmateix, malgrat que miren i remiren no troben ningú que sigui la seva «mitja taronja». Ni entre els seus coneguts ni en desconeguts. Tampoc els estranya, perquè la probabilitat de trobada és del 0,00001%. I és que si de debò existeix una persona amb la qual comparteixen una afinitat absoluta, potser ni tan sols s’hi topen mai. Arriba un dia que se’n cansen i acorden desinstal·lar-se-la. Aquella aplicació els faria més mal que bé. A l’últim moment, però, l’home, potser guiat per alguna mena de curiositat instintiva, decideix no eliminar-la. Necessita saber si aquesta «mitja taronja» existeix de veritat. No obstant això, la resta de funcions, li importen un rave, així que només activa l’opció de notificació per a persones amb qui comparteix un afecte 5115. El número màgic. [...] És escèptic, però, i està totalment convençut que no li farà falta obrir aquella diabòlica aplicació mai més. L’autonegació, en certs casos, amaga el desig i aquest, de vegades, és pervers i juga males passades.
Passa el temps, la rutina s’ensenyoreix del seu dia a dia i l’existència de l’aplicació se submergeix entre les profunditats de l’oblit. Fins que, finalment, com un despertador de la realitat, acaba entrant en acció aquest número qualsevol. I és en aquest «qualsevol» on radica la importància de la coincidència. Tot passa un dia qualsevol, en un moment qualsevol, en un lloc qualsevol, a una persona qualsevol.
Bé, potser podem concretar una mica més, és cert.
El nostre home, ben entrada la tarda, surt de treballar. Aquell dia està de bon humor, no sap per què, té ganes de fer exercici i decideix tornar a casa caminant. Té una hora ben bona de camí, però li ve de gust fer-ho. I en aquest trajecte, arriba un moment que passa per un parc. És aleshores quan el seu telèfon mòbil vibra. L’home s’espera trobar un missatge de la seva esposa o algun correu brossa i és per això que el que apareix en pantalla el sorprèn. És l’aplicació diabòlica, que li indica que té algú amb qui comparteix afecte 5115 a uns escassos 200 metres de distància. Heus aquí el número màgic altre cop. De fet, hom no es veu capaç d’anomenar-lo d’altra manera perquè aquesta persona, de cop i volta, es veu sumida en un encanteri indefugible. I és que la promesa d’una «mitja taronja», d’un individu amb qui comparteixes una afinitat absoluta, d’un amor categòric, d’una persona que fins i tot pot ser un succedani de tu mateix, és massa suculenta. La família, els amics, els companys de feina, els veïns, la teva vida... tot plegat deixa de tenir transcendència. Només existeix l’anhel de conèixer la teva ànima germana.
Qualssevol dels lectors que hagin passat pel mateix, sabran què significa aquesta sensació. Res no és qüestió de lliure albir o de pròpia voluntat. Va molt més enllà. I en aquest context en què qualsevol de nosaltres pot trobar-se, podem incloure-hi, sense témer equivocar-nos, el fet que la teva «mitja taronja» sigui una nena de deu anys. Aquest home qualsevol no és pas un pederasta, ni un segrestador, ni tan sols un delinqüent. Només és una víctima qualsevol d’aquest número endimoniat.
[Fragment del bloc personal de Bradley Johnson, publicat el 10 de novembre de 2022. Johnson fou el responsable de la desaparició de Suzanne Malverich, una criatura de deu anys, que fou retinguda a la segona residència del ja mencionat individu entre el 3 i el 5 d’octubre de 2022. La nena en sortí sana i estàlvia, sense signes d’abusos o violacions i sense cap seqüela psicològica posttraumàtica aparent. I l’home fou finalment detingut i condemnat a una pena de presó de 6 anys pel segrest d’una menor sense el consentiment dels seus tutors legals].
5115. Un número amb dos cincs. Dos uns. Capicua. Posterior de 5114 i anterior de 5116. Múltiple de cinc. Si el multipliques per dos, dona 10230 i si el divideixes entre dos, et dona 2557,5. Podria ser un número qualsevol, al cap i a la fi. Podria ser el número d’un telèfon, d’una adreça, d’un codi postal, d’un any, d’un segle, d’un codi de barres, d’una estrella, d’un satèl·lit, d’un planeta o, fins i tot, d’un model nou d’impressora. [...]
A la vegada, però, aquest número ho canvia tot.
Us explicaré una història normal i corrent. Una història d’unes persones qualssevol. Home de mitjana edat. Casat i amb fills ja adolescents. Assalariat en una empresa multinacional. Un bon dia amb la seva esposa decideixen instal·lar-se aquella aplicació que està tan de moda. Segons sembla, és capaç de calcular amb exactitud l’afinitat entre les persones. Ells no hi creuen, però decideixen provar-ho, per a veure què passa. Saben que, surti el que surti, no faran cas del que els hi digui una estúpida màquina. La seva relació va més enllà d’això. Així doncs, cadascú es fa les proves, per separat, i esperen fins que el seu perfil personal està llest per a funcionar. El temps d’espera és demencial. Els dubtes broten talment com mala herba. Finalment, quan són a casa, amb nerviosisme, obren l’aplicació i veuen que el seu número d’afecte ja està determinat. 5001. Al caire de l’abisme, però encara dins la branca d’«amor».
Ja poden respirar, alleujats.
A partir d’aleshores, la funció de l’aplicació passa a ser principalment la xafarderia. Miren els números d’afecte que comparteixen amb els seus veïns, amics, familiars. Alguns no els sorprenen pas, però d’altres els xoquen considerablement. Com és possible que amb el seu propi germà només tingui «amistat profunda» i que amb la sogra estigui dins la branca de l’«amor»? Alguna cosa no deu anar pas bé.
Tanmateix, malgrat que miren i remiren no troben ningú que sigui la seva «mitja taronja». Ni entre els seus coneguts ni en desconeguts. Tampoc els estranya, perquè la probabilitat de trobada és del 0,00001%. I és que si de debò existeix una persona amb la qual comparteixen una afinitat absoluta, potser ni tan sols s’hi topen mai. Arriba un dia que se’n cansen i acorden desinstal·lar-se-la. Aquella aplicació els faria més mal que bé. A l’últim moment, però, l’home, potser guiat per alguna mena de curiositat instintiva, decideix no eliminar-la. Necessita saber si aquesta «mitja taronja» existeix de veritat. No obstant això, la resta de funcions, li importen un rave, així que només activa l’opció de notificació per a persones amb qui comparteix un afecte 5115. El número màgic. [...] És escèptic, però, i està totalment convençut que no li farà falta obrir aquella diabòlica aplicació mai més. L’autonegació, en certs casos, amaga el desig i aquest, de vegades, és pervers i juga males passades.
Passa el temps, la rutina s’ensenyoreix del seu dia a dia i l’existència de l’aplicació se submergeix entre les profunditats de l’oblit. Fins que, finalment, com un despertador de la realitat, acaba entrant en acció aquest número qualsevol. I és en aquest «qualsevol» on radica la importància de la coincidència. Tot passa un dia qualsevol, en un moment qualsevol, en un lloc qualsevol, a una persona qualsevol.
Bé, potser podem concretar una mica més, és cert.
El nostre home, ben entrada la tarda, surt de treballar. Aquell dia està de bon humor, no sap per què, té ganes de fer exercici i decideix tornar a casa caminant. Té una hora ben bona de camí, però li ve de gust fer-ho. I en aquest trajecte, arriba un moment que passa per un parc. És aleshores quan el seu telèfon mòbil vibra. L’home s’espera trobar un missatge de la seva esposa o algun correu brossa i és per això que el que apareix en pantalla el sorprèn. És l’aplicació diabòlica, que li indica que té algú amb qui comparteix afecte 5115 a uns escassos 200 metres de distància. Heus aquí el número màgic altre cop. De fet, hom no es veu capaç d’anomenar-lo d’altra manera perquè aquesta persona, de cop i volta, es veu sumida en un encanteri indefugible. I és que la promesa d’una «mitja taronja», d’un individu amb qui comparteixes una afinitat absoluta, d’un amor categòric, d’una persona que fins i tot pot ser un succedani de tu mateix, és massa suculenta. La família, els amics, els companys de feina, els veïns, la teva vida... tot plegat deixa de tenir transcendència. Només existeix l’anhel de conèixer la teva ànima germana.
Qualssevol dels lectors que hagin passat pel mateix, sabran què significa aquesta sensació. Res no és qüestió de lliure albir o de pròpia voluntat. Va molt més enllà. I en aquest context en què qualsevol de nosaltres pot trobar-se, podem incloure-hi, sense témer equivocar-nos, el fet que la teva «mitja taronja» sigui una nena de deu anys. Aquest home qualsevol no és pas un pederasta, ni un segrestador, ni tan sols un delinqüent. Només és una víctima qualsevol d’aquest número endimoniat.
[Fragment del bloc personal de Bradley Johnson, publicat el 10 de novembre de 2022. Johnson fou el responsable de la desaparició de Suzanne Malverich, una criatura de deu anys, que fou retinguda a la segona residència del ja mencionat individu entre el 3 i el 5 d’octubre de 2022. La nena en sortí sana i estàlvia, sense signes d’abusos o violacions i sense cap seqüela psicològica posttraumàtica aparent. I l’home fou finalment detingut i condemnat a una pena de presó de 6 anys pel segrest d’una menor sense el consentiment dels seus tutors legals].
En cartellera - Jan Gómez
Sota la Lluna plena
xiuxiueja el vent
movent sa cabellera
al compàs dels ocells.
Érem a l’escenari.
Nosaltres el actors,
públic imaginari.
Creàrem el guió.
Sense pors ni temors
s’apropava un final
de fulles de tardor.
Volíem ser pardals
demanar el temps mort
i fugir mar enllà.
Me llamo Lucy Barton – Elizabeth Strout (Denis Torres)
Tuve que sentarme en una silla del control de enfermería mientras me esforzaba por no llorar. Dolor de Muelas me rodeó con su brazo; aún sigo queriéndola por hacerlo. En ocasiones me ha entristecido que Tennessee Williams escribiera aquella frase para Blanche DuBois: «Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños». A muchos de nosotros nos ha salvado muchas veces la amabilidad de los extraños, pero con el tiempo suena muy trillado, como una pegatina en la parte trasera de un coche. Y es eso lo que me entristece: que una frase tan bonita y tan cierta se utilice tan a menudo que acabe sonando superficial como la pegatina de un coche.
Estaba secándome la cara con el brazo cuando mi madre vino a buscarme, y todas —Dolor de Muelas, yo misma, el resto de enfermeras— la saludamos con la mano.
—Pensaba que estabas durmiendo la siesta —dije mientras las dos volvíamos a mi habitación. Dijo que había estado durmiendo—. Puede que la niñera llame pronto —dije, y le conté que Chrissie tenía una cita para jugar.
—¿Qué es una cita para jugar? —preguntó mi madre.
Me alegré de que estuviésemos solas.
—Quiere decir que irá a casa de alguien después de las clases.
—¿Con quién tiene esa cita? —preguntó mi madre, y yo sentí que preguntar era su manera de ser amable ante lo que debió ver en mi cara: mi tristeza.
Mientras recorríamos el pasillo del hospital, le hablé sobre la amiga de Chrissie, le conté que su madre era profesora de quinto curso y que su padre era músico y también un capullo, un poco, y que no eran un matrimonio feliz, pero que las niñas parecían caerse muy bien, y mi madre iba asintiendo con la cabeza. Cuando llegamos a mi habitación, el doctor estaba allí. Con una cara seria cerró la cortina de un tirón y presionó sobre mi cicatriz. Luego dijo bruscamente:
—Sobre el susto de anoche: se apreciaba una inflamación en la sangre y era necesario realizar un TAC. Si te baja la fiebre y comes algo sólido sin vomitarlo te podremos mandar para casa.
Su voz era tan distinta que podría haberme abofeteado con cada una de sus palabras.
—Sí, señor —y no le miré. Si algo he aprendido es que la gente se acaba cansando. La mente, o el alma o cualquier otra palabra que utilicemos para referirnos a lo que no es solamente el cuerpo, se acaba cansando. Y he llegado a la conclusión de que —normalmente, la mayoría de las veces— eso es la naturaleza ayudándonos. Yo me estaba cansando, y creo —aunque no lo sé— que él también se estaba cansando.
La niñera llamó. Era una chica joven y seguía asegurándome que las niñas estaban bien. Le puso el teléfono en la oreja a Becka:
—Mamá pronto estará en casa —le repetí una y otra y otra vez, y Becka no lloró, así que yo estaba contenta.
—¿Cuándo? —preguntó, y yo seguía diciéndole que pronto, y que la quería.
—Te quiero, y tú lo sabes, ¿verdad?
—¿Qué? —preguntó.
—Te quiero y te echo de menos, y estoy aquí tan lejos de ti para ponerme buena, y me voy a poner buena, y entonces te veré muy pronto, ¿vale, cielo?
—Vale, mamá —dijo.
En la planta baja del Museo Metropolitano de Arte, grande y con muchas escaleras, situado en la Quinta Avenida de Nueva York, hay una sección conocida como el jardín de las esculturas. Debo haber pasado muchas veces por delante de aquella escultura en concreto con mi marido, y con las niñas, a medida que iban creciendo, pensando solo en comprarles algo de comida y sin tener nunca demasiado claro qué se suponía que hacía la gente en un museo así, con tantas cosas para ver. En medio de todas esas necesidades y preocupaciones hay una estatua. Y no fue hasta hace poco —en los últimos años—, mientras un destello de luz la golpeaba, cuando me paré, la observé y dije: «Oh».
Es una estatua de mármol de un hombre rodeado por sus hijos, el hombre con cara de desesperación y los hijos a sus pies, como pegándose a él, rogándole, mientras él mira hacia el mundo con una mirada atormentada, tirándose de los labios con las manos. Pero sus hijos solo le miran a él y, cuando por fin me di cuenta, dije para mis adentros: «Oh».
Leí el letrero, lo que me permitió saber que esos hijos se están ofreciendo como comida para su padre. Está muriendo de inanición en la cárcel y ellos solo quieren una cosa: que la angustia de su padre desaparezca. Hasta el punto de estar dispuestos a servirle de alimento.
Y pensé: «Ese tipo lo sabía». Refiriéndome al escultor. Lo sabía.
Como también el poeta que escribió lo que la escultura muestra. Él también lo sabía.
En alguna ocasión visité el museo expresamente para ver a mi padre-hombre muriendo de inanición con sus hijos, uno de ellos agarrándole de la pierna, y al llegar allí no sabía qué hacer. Él era tal y como yo lo había recordado, y allí estaba yo, de pie y confundida. Más tarde me di cuenta de que lo que necesitaba lo tenía: aquel furtivismo de verle a él, como si tuviera prisa por encontrarme con alguien en otro sitio, como si estuviera con alguien en el museo y dijera que necesitaba ir al baño, solo para escaparme y verlo en solitario. Pero no en solitario como cuando hice la visita completamente sola para ver al padre-hombre aterrado muriendo de inanición. Y él siempre está allí, a excepción de la vez que no estaba. El vigilante dijo que estaba arriba en una exposición especial, y me sentí insultada por el hecho de que otros tuvieran tantas ganas de verlo.
Apiádate de nosotros.
Esas palabras las pensé más adelante, mientras pensaba en mi respuesta cuando el vigilante me dijo que la estatua estaba arriba. Pensé: «Apiádate de nosotros. No es nuestra intención ser tan insignificantes. Apiádate de nosotros —se me pasa por la cabeza muchas veces—, apiádate de todos nosotros».
Tuve que sentarme en una silla del control de enfermería mientras me esforzaba por no llorar. Dolor de Muelas me rodeó con su brazo; aún sigo queriéndola por hacerlo. En ocasiones me ha entristecido que Tennessee Williams escribiera aquella frase para Blanche DuBois: «Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños». A muchos de nosotros nos ha salvado muchas veces la amabilidad de los extraños, pero con el tiempo suena muy trillado, como una pegatina en la parte trasera de un coche. Y es eso lo que me entristece: que una frase tan bonita y tan cierta se utilice tan a menudo que acabe sonando superficial como la pegatina de un coche.
Estaba secándome la cara con el brazo cuando mi madre vino a buscarme, y todas —Dolor de Muelas, yo misma, el resto de enfermeras— la saludamos con la mano.
—Pensaba que estabas durmiendo la siesta —dije mientras las dos volvíamos a mi habitación. Dijo que había estado durmiendo—. Puede que la niñera llame pronto —dije, y le conté que Chrissie tenía una cita para jugar.
—¿Qué es una cita para jugar? —preguntó mi madre.
Me alegré de que estuviésemos solas.
—Quiere decir que irá a casa de alguien después de las clases.
—¿Con quién tiene esa cita? —preguntó mi madre, y yo sentí que preguntar era su manera de ser amable ante lo que debió ver en mi cara: mi tristeza.
Mientras recorríamos el pasillo del hospital, le hablé sobre la amiga de Chrissie, le conté que su madre era profesora de quinto curso y que su padre era músico y también un capullo, un poco, y que no eran un matrimonio feliz, pero que las niñas parecían caerse muy bien, y mi madre iba asintiendo con la cabeza. Cuando llegamos a mi habitación, el doctor estaba allí. Con una cara seria cerró la cortina de un tirón y presionó sobre mi cicatriz. Luego dijo bruscamente:
—Sobre el susto de anoche: se apreciaba una inflamación en la sangre y era necesario realizar un TAC. Si te baja la fiebre y comes algo sólido sin vomitarlo te podremos mandar para casa.
Su voz era tan distinta que podría haberme abofeteado con cada una de sus palabras.
—Sí, señor —y no le miré. Si algo he aprendido es que la gente se acaba cansando. La mente, o el alma o cualquier otra palabra que utilicemos para referirnos a lo que no es solamente el cuerpo, se acaba cansando. Y he llegado a la conclusión de que —normalmente, la mayoría de las veces— eso es la naturaleza ayudándonos. Yo me estaba cansando, y creo —aunque no lo sé— que él también se estaba cansando.
La niñera llamó. Era una chica joven y seguía asegurándome que las niñas estaban bien. Le puso el teléfono en la oreja a Becka:
—Mamá pronto estará en casa —le repetí una y otra y otra vez, y Becka no lloró, así que yo estaba contenta.
—¿Cuándo? —preguntó, y yo seguía diciéndole que pronto, y que la quería.
—Te quiero, y tú lo sabes, ¿verdad?
—¿Qué? —preguntó.
—Te quiero y te echo de menos, y estoy aquí tan lejos de ti para ponerme buena, y me voy a poner buena, y entonces te veré muy pronto, ¿vale, cielo?
—Vale, mamá —dijo.
En la planta baja del Museo Metropolitano de Arte, grande y con muchas escaleras, situado en la Quinta Avenida de Nueva York, hay una sección conocida como el jardín de las esculturas. Debo haber pasado muchas veces por delante de aquella escultura en concreto con mi marido, y con las niñas, a medida que iban creciendo, pensando solo en comprarles algo de comida y sin tener nunca demasiado claro qué se suponía que hacía la gente en un museo así, con tantas cosas para ver. En medio de todas esas necesidades y preocupaciones hay una estatua. Y no fue hasta hace poco —en los últimos años—, mientras un destello de luz la golpeaba, cuando me paré, la observé y dije: «Oh».
Es una estatua de mármol de un hombre rodeado por sus hijos, el hombre con cara de desesperación y los hijos a sus pies, como pegándose a él, rogándole, mientras él mira hacia el mundo con una mirada atormentada, tirándose de los labios con las manos. Pero sus hijos solo le miran a él y, cuando por fin me di cuenta, dije para mis adentros: «Oh».
Leí el letrero, lo que me permitió saber que esos hijos se están ofreciendo como comida para su padre. Está muriendo de inanición en la cárcel y ellos solo quieren una cosa: que la angustia de su padre desaparezca. Hasta el punto de estar dispuestos a servirle de alimento.
Y pensé: «Ese tipo lo sabía». Refiriéndome al escultor. Lo sabía.
Como también el poeta que escribió lo que la escultura muestra. Él también lo sabía.
En alguna ocasión visité el museo expresamente para ver a mi padre-hombre muriendo de inanición con sus hijos, uno de ellos agarrándole de la pierna, y al llegar allí no sabía qué hacer. Él era tal y como yo lo había recordado, y allí estaba yo, de pie y confundida. Más tarde me di cuenta de que lo que necesitaba lo tenía: aquel furtivismo de verle a él, como si tuviera prisa por encontrarme con alguien en otro sitio, como si estuviera con alguien en el museo y dijera que necesitaba ir al baño, solo para escaparme y verlo en solitario. Pero no en solitario como cuando hice la visita completamente sola para ver al padre-hombre aterrado muriendo de inanición. Y él siempre está allí, a excepción de la vez que no estaba. El vigilante dijo que estaba arriba en una exposición especial, y me sentí insultada por el hecho de que otros tuvieran tantas ganas de verlo.
Apiádate de nosotros.
Esas palabras las pensé más adelante, mientras pensaba en mi respuesta cuando el vigilante me dijo que la estatua estaba arriba. Pensé: «Apiádate de nosotros. No es nuestra intención ser tan insignificantes. Apiádate de nosotros —se me pasa por la cabeza muchas veces—, apiádate de todos nosotros».
Em dic Lucy Barton – Elizabeth Strout (Edgar Cotes)
Vaig haver d’asseure’m en una cadira del sector d’infermeria mentre intentava no plorar. La Maldequeixal em va envoltar amb el braç i encara ara l’estimo per això. De vegades m’ha entristit que Tennessee Williams fes dir aquesta frase a Blanche DuBois: «Jo sempre he depès de la bondat dels estranys»1. A molts de nosaltres ens ha salvat la bondat dels estranys, però poc després aquesta veritat sona desgastada, com un adhesiu per al para-xocs. I això m’afligeix, que aquestes paraules boniques i autèntiques es facin servir tan sovint que s’acabin comparant amb el lema superficial d’un adhesiu per al para-xocs.
Amb el braç nuu em fregava la cara, quan la mare em va venir a veure i totes —la Maldequeixal, les altres infermeres, jo mateixa— la vam saludar.
—Pensava que feies la migdiada —vaig dir, mentre ella i jo tornàvem a la meva habitació. Em va contestar que sí que l’havia feta, la migdiada.
—La cangur trucarà d’aquí poc —vaig dir i li vaig explicar que la Chrissie tenia una cita de joc.
—Què és una cita de joc? —va preguntar la mare. Em vaig alegrar d’estar totes soles.
—Només vol dir que va a casa d’algú després d’escola.
—I amb qui és aquesta cita de jocs? —va preguntar-me i em va fer l’efecte que preguntar això era la manera de ser bona amb mi després de veure’m el rostre, la tristesa.
Mentre baixàvem al vestíbul de l’hospital, vaig parlar-li de l’amiga de la Chrissie, que la mare era mestra de cinquè de primària i que el pare era músic però també un imbècil, una mica, i que el matrimoni no era gaire feliç però que les nenes semblaven ser carn i ungla, i la mare va assentir durant tota l’estona. Quan vam tornar a la meva habitació, el metge ja hi era. Va mantenir un posat cerimoniós mentre corria les cortines i em tocava la cicatriu. Va dir, amb brusquedat:
—Pel que fa a l’ensurt d’anit: va aparèixer una inflamació a la sang i necessitàvem fer-te un TAC. Quan et baixi la febre i puguis tornar a menjar sòlids, et donarem l’alta —la seva veu era prou insòlita perquè em donés una bufetada amb cada paraula. Vaig contestar-li amb un «Sí, senyor» i no el vaig ni mirar. He après això: les persones ens n’acabem afartant. La ment, o l’ànima, o la paraula que sigui que tinguem per allò que no sigui el cos, se n’afarta, i vaig arribar a la conclusió —general, habitual— que es tracta de la natura, que ens ajuda. I n’estava farta. I crec —però no ho sé segur— que ell també n’estava fart.
La cangur em va trucar. Només era una noieta jove i no parava d’assegurar-me que les nenes estaven bé. Va sostenir el telèfon a l’orella de la Becka i jo vaig dir:
—La mama tornarà a casa aviat —una vegada i una altra i una altra, i la Becka no va plorar i això em va alegrar.
—Quan? —va preguntar-me i vaig continuar dient-li que aviat, i que l’estimava.
—T’estimo, i ho saps això, veritat?
—Com? —va preguntar ella.
—T’estimo i et trobo a faltar i sóc lluny teu per a poder curar-me, i em curaré, i ens veurem molt aviat, d’acord, angelet?
—D’acord, mama —va contestar ella.
En el Metropolitan Museum of Art que —llarg i escalonat— se situa a la Cinquena Avinguda de Nova York, hi ha una secció a la primera planta que anomenen el jardí d’escultures, i dec haver passat de llarg aquesta escultura en concret milers de vegades amb el meu marit, i amb la canalla quan es va fer més grans, jo només pensava a portar el menjar a les nenes, i no sabia mai què hi feia la gent en un museu d’aquesta mena on hi havia tantes coses per contemplar. Entremig d’aquestes necessitats i preocupacions hi havia una estàtua. I només fa poquet —en els darrers anys— quan la llum va colpejar-la amb una ona esplèndida, em vaig aturar a mirar-la i vaig dir, «Oh».
És una estàtua de marbre d’un home amb els fills prop seu2, i l’home té tal desesperació al rostre, i la canalla als seus peus sembla que s’hi arrapen, suplicants, mentre ell clava una mirada torturada al món, s’estira la boca amb les mans, però els fills només l’observen a ell, i quan finalment ho vaig veure, em vaig dir dins meu, «Oh».
Vaig llegir el cartell, que em va fer saber que aquests nens s’ofereixen com a aliment per al pare, que es mor de gana a la presó, i aquests nens només volen una cosa... que l’angoixa del pare s’esvaneixi. Li permetran —oh, feliços, feliços— que se’ls mengi.
I vaig pensar, així que aquell paio ho sabia. Vull dir l’Escultor. Ho sabia.
I també el poeta3 que va escriure el que representava aquella escultura. També ho sabia.
Vaig fer la visita al museu unes quantes vegades, expressament, per a veure el meu home-pare famolenc amb els fills, un d’ells aferrant-li la cama, i quan vaig ser allà no vaig saber pas què fer. Era tal com el recordava, i em vaig quedar allà palplantada, sense badar boca. Més tard em vaig adonar que aconseguia el que venia buscant quan me’l mirava furtivament, talment com si tingués pressa perquè havia quedat amb algú a un altre lloc, o com si hagués vingut acompanyada al museu i li hagués dit que anava al lavabo, només per escapolir-me i veure’l jo tota sola. Però no tota sola de la mateixa manera que quan venia jo sola de visita per contemplar aquest home-pare espantat i famolenc. I sempre era allà, tret d’un cop que no hi va ser. El vigilant em va dir que era a dalt, en una exposició especial, i em vaig sentir insultada per tot plegat, perquè els altres el volguessin veure tant!
Compadiu-nos.
Em van venir aquestes paraules més tard, mentre rumiava la resposta quan el vigilant em va dir que l’estàtua era a dalt. Vaig pensar, compadiu-nos. No estem fets per ser tan petits. Compadiu-nos —em passa un munt pel cap—, compadiu-nos a tots.
1Es tracta d’un fragment molt popular de l’obra de teatre Un tramvia anomenat desig de Tennessee Williams que pronuncia la protagonista principal, Blanche DuBois. (N. Del T.)
2Ugolino and his sons. CARPEAUX, JEAN-BAPTISTE. Estàtua que està exposada al Metropolitan Museum of Art de Nova York <http://www.metmuseum.org/art/collection/search/204812>. (N. Del T.)
3El poeta al qual es refereix és Dante Alighieri. L’escultura es basa precisament en una escena del cant XXXIII de «L’Infern» de la Divina Comèdia, en què el traïdor pisà, el comte Ugolino della Gherardesca, és empresonat a l’Infern juntament amb els seus fills i néts, condemnats a morir de gana lentament. Abans de morir, els seus fills li suplicaran que, un cop siguin morts, es mengi els seus cossos. Al final, Ugolino, vençut per la gana acabarà fent-ho. (N. Del T.)
Vaig haver d’asseure’m en una cadira del sector d’infermeria mentre intentava no plorar. La Maldequeixal em va envoltar amb el braç i encara ara l’estimo per això. De vegades m’ha entristit que Tennessee Williams fes dir aquesta frase a Blanche DuBois: «Jo sempre he depès de la bondat dels estranys»1. A molts de nosaltres ens ha salvat la bondat dels estranys, però poc després aquesta veritat sona desgastada, com un adhesiu per al para-xocs. I això m’afligeix, que aquestes paraules boniques i autèntiques es facin servir tan sovint que s’acabin comparant amb el lema superficial d’un adhesiu per al para-xocs.
Amb el braç nuu em fregava la cara, quan la mare em va venir a veure i totes —la Maldequeixal, les altres infermeres, jo mateixa— la vam saludar.
—Pensava que feies la migdiada —vaig dir, mentre ella i jo tornàvem a la meva habitació. Em va contestar que sí que l’havia feta, la migdiada.
—La cangur trucarà d’aquí poc —vaig dir i li vaig explicar que la Chrissie tenia una cita de joc.
—Què és una cita de joc? —va preguntar la mare. Em vaig alegrar d’estar totes soles.
—Només vol dir que va a casa d’algú després d’escola.
—I amb qui és aquesta cita de jocs? —va preguntar-me i em va fer l’efecte que preguntar això era la manera de ser bona amb mi després de veure’m el rostre, la tristesa.
Mentre baixàvem al vestíbul de l’hospital, vaig parlar-li de l’amiga de la Chrissie, que la mare era mestra de cinquè de primària i que el pare era músic però també un imbècil, una mica, i que el matrimoni no era gaire feliç però que les nenes semblaven ser carn i ungla, i la mare va assentir durant tota l’estona. Quan vam tornar a la meva habitació, el metge ja hi era. Va mantenir un posat cerimoniós mentre corria les cortines i em tocava la cicatriu. Va dir, amb brusquedat:
—Pel que fa a l’ensurt d’anit: va aparèixer una inflamació a la sang i necessitàvem fer-te un TAC. Quan et baixi la febre i puguis tornar a menjar sòlids, et donarem l’alta —la seva veu era prou insòlita perquè em donés una bufetada amb cada paraula. Vaig contestar-li amb un «Sí, senyor» i no el vaig ni mirar. He après això: les persones ens n’acabem afartant. La ment, o l’ànima, o la paraula que sigui que tinguem per allò que no sigui el cos, se n’afarta, i vaig arribar a la conclusió —general, habitual— que es tracta de la natura, que ens ajuda. I n’estava farta. I crec —però no ho sé segur— que ell també n’estava fart.
La cangur em va trucar. Només era una noieta jove i no parava d’assegurar-me que les nenes estaven bé. Va sostenir el telèfon a l’orella de la Becka i jo vaig dir:
—La mama tornarà a casa aviat —una vegada i una altra i una altra, i la Becka no va plorar i això em va alegrar.
—Quan? —va preguntar-me i vaig continuar dient-li que aviat, i que l’estimava.
—T’estimo, i ho saps això, veritat?
—Com? —va preguntar ella.
—T’estimo i et trobo a faltar i sóc lluny teu per a poder curar-me, i em curaré, i ens veurem molt aviat, d’acord, angelet?
—D’acord, mama —va contestar ella.
En el Metropolitan Museum of Art que —llarg i escalonat— se situa a la Cinquena Avinguda de Nova York, hi ha una secció a la primera planta que anomenen el jardí d’escultures, i dec haver passat de llarg aquesta escultura en concret milers de vegades amb el meu marit, i amb la canalla quan es va fer més grans, jo només pensava a portar el menjar a les nenes, i no sabia mai què hi feia la gent en un museu d’aquesta mena on hi havia tantes coses per contemplar. Entremig d’aquestes necessitats i preocupacions hi havia una estàtua. I només fa poquet —en els darrers anys— quan la llum va colpejar-la amb una ona esplèndida, em vaig aturar a mirar-la i vaig dir, «Oh».
És una estàtua de marbre d’un home amb els fills prop seu2, i l’home té tal desesperació al rostre, i la canalla als seus peus sembla que s’hi arrapen, suplicants, mentre ell clava una mirada torturada al món, s’estira la boca amb les mans, però els fills només l’observen a ell, i quan finalment ho vaig veure, em vaig dir dins meu, «Oh».
Vaig llegir el cartell, que em va fer saber que aquests nens s’ofereixen com a aliment per al pare, que es mor de gana a la presó, i aquests nens només volen una cosa... que l’angoixa del pare s’esvaneixi. Li permetran —oh, feliços, feliços— que se’ls mengi.
I vaig pensar, així que aquell paio ho sabia. Vull dir l’Escultor. Ho sabia.
I també el poeta3 que va escriure el que representava aquella escultura. També ho sabia.
Vaig fer la visita al museu unes quantes vegades, expressament, per a veure el meu home-pare famolenc amb els fills, un d’ells aferrant-li la cama, i quan vaig ser allà no vaig saber pas què fer. Era tal com el recordava, i em vaig quedar allà palplantada, sense badar boca. Més tard em vaig adonar que aconseguia el que venia buscant quan me’l mirava furtivament, talment com si tingués pressa perquè havia quedat amb algú a un altre lloc, o com si hagués vingut acompanyada al museu i li hagués dit que anava al lavabo, només per escapolir-me i veure’l jo tota sola. Però no tota sola de la mateixa manera que quan venia jo sola de visita per contemplar aquest home-pare espantat i famolenc. I sempre era allà, tret d’un cop que no hi va ser. El vigilant em va dir que era a dalt, en una exposició especial, i em vaig sentir insultada per tot plegat, perquè els altres el volguessin veure tant!
Compadiu-nos.
Em van venir aquestes paraules més tard, mentre rumiava la resposta quan el vigilant em va dir que l’estàtua era a dalt. Vaig pensar, compadiu-nos. No estem fets per ser tan petits. Compadiu-nos —em passa un munt pel cap—, compadiu-nos a tots.
1Es tracta d’un fragment molt popular de l’obra de teatre Un tramvia anomenat desig de Tennessee Williams que pronuncia la protagonista principal, Blanche DuBois. (N. Del T.)
2Ugolino and his sons. CARPEAUX, JEAN-BAPTISTE. Estàtua que està exposada al Metropolitan Museum of Art de Nova York <http://www.metmuseum.org/art/collection/search/204812>. (N. Del T.)
3El poeta al qual es refereix és Dante Alighieri. L’escultura es basa precisament en una escena del cant XXXIII de «L’Infern» de la Divina Comèdia, en què el traïdor pisà, el comte Ugolino della Gherardesca, és empresonat a l’Infern juntament amb els seus fills i néts, condemnats a morir de gana lentament. Abans de morir, els seus fills li suplicaran que, un cop siguin morts, es mengi els seus cossos. Al final, Ugolino, vençut per la gana acabarà fent-ho. (N. Del T.)
Capítol Primer – Raúl Monclús
El seu criat, Paulin, coixejava lleugerament i sospirava rere seu, amb remuntes de cuir a l’uniforme negre, un capell de copa baixa i un sac de tela en bandolera ple de gra que anava recollint; arrossegava amb un cordill un guarà carregat d’un portamantes. Els nostres dos homes no eren els únics que rondinaven per la seva malastrugança. Endreçaven els passos cap a la nova ruta de Smolensk, per on vorejava a banda i banda una filera d’arbres gegants que semblaven salzes i que travessava planícies de sorra. Era tan àmplia que hi podien circular deu calesses de front, però aquell dilluns de setembre, gris i fred, s’aixecà un vel de calitja sobre el tumult de soldats que seguien la Guàrdia i l’exèrcit de Davout. Hi havia milers de furgons, carruatges a dojo per transportar els bagatges, ambulàncies volants, carraques dels paletes, sabaters i sastres; portaven molins manuals, fornals, estris i fulles de godalles que, amb les empunyadures de fusta, sobresortien del carro. Els homes més extenuats, corsecats per la febre, es deixaven emportar, asseguts damunt els carretons junyits als cavalls més esprimatxats. Un gran estol de gossos s’abraonaven a queixalades. Soldats de tots els exèrcits escortaven aquell tropell. Feia tres mesos que vam sortir cap a Moscou.
Es veritat, va recordar el capità, al juny allò feia goig, quan varen travessar el Neman per violar el territori dels russos. La desfilada de les tropes per aquells ponts flotants va durar tres dies. Imagini, centenars de canyons, més de cinc-cents mil guerrers en peu de guerra, una bona tercera part francesos, la infanteria amb capots grisos flanquejant els il·liris, els croates, els voluntaris espanyols i els italians del príncep Eugeni. Tanta força, tant ordre, tants homes, tants colors: als portuguesos se’ls distingia per les plomes taronges dels xacós, als carrabiners de Weimar per les plomes grogues, pel gavany verd als soldats de Württemberg, pel color roig i daurat als hússars de Silèsia, pel blanc de les cavalleries lleugeres als austríacs, als saxons perquè anaven cuirassats i per la indumentària de color almesquí als caçadors bavaresos. A la riba enemiga, la banda de la Guàrdia va emprendre amb Le Nouvel Air de Roland: «Cap on van aquests valerosos cavallers, l’honor i l’esperança de França... ».
Tan bon punt varen creuar el riu, van caure les desgràcies. No hi havia cap altre remei que avançar per un desert sota un sol abrasador, endinsar-se en boscos d’avets negres, suportar tot d’un plegat un fred esfereïdor després d’una tempesta infernal; molts carruatges van quedar atrapats en el llot. Poc abans d’una setmana, els regiments van deixar enrere els combois de provisions, carretons feixucs dels quals els bous tiraven lentament. L’escassetat de provisions va esdevenir un problema greu. Quan l’avançada arribava a un poble, no hi trobava res. La collita? Cremada. El bestiar? Requisat. Els molins? Destruïts. Les botigues? Devastades. Les cases? Buides. Cinc anys enrere, quan Napoleó va portar la guerra a Polònia, D’Herbigny ja havia vist els pagesos abandonar les seves granges per refugiar-se al cor dels boscos amb els seus animals i provisions; uns amagaven patates sota l’enllosat, d’altres enterraven farina, arròs i cansalada fumada sota els avets, fins i tot penjaven caixes senceres de carn curada a les capçades dels arbres. La història es repetia, però encara seria pitjor.
Bryson Walls
CAPÍTOL PRIMER
Moscou, 1812
El capità d’Herbigny es veia ridícul. Cobert per un gavany clar del qual l’alçacoll surava per damunt les espatlles, semblava un dragó de la Guàrdia amb el casc enturbantat amb pell de foca, una crinera negra per sobre la cimera de cuir, tot i que muntava cama ací, cama allà d’un cavall nan que comprà a Lituània. Aquell home robust havia d’ajustar els estreps ben curts perquè la sola de les botes no s’arrossegués per terra, talment que els genolls li penjaven molt amunt. Llavors, va remugar: «Què dec semblar, per l’amor de Déu! Quina fila faig!» El capità trobava a faltar la seva euga y la seva mà dreta. Una fletxa enverinada d’un cavaller baixkir li va travessar la mà durant una escaramussa; el cirurgià va amputar-se-la i li va tallar l’hemorràgia amb cotó de bedoll perquè no hi havia cotó filat, i se la va embenar amb paper d’arxius a falta de bandes. La seva euga va inflar-se arran de menjar sègol verd xop per les pluges; a la pobra criatura li varen agafar tremolors i amb penes i treballs s’aguantava dreta; quan va ensopegar-se amb un escorranc, d’Herbigny es va resignar a abatre l’animal d’un tret dins l’orella (com li’n van saltar, de llàgrimes).El seu criat, Paulin, coixejava lleugerament i sospirava rere seu, amb remuntes de cuir a l’uniforme negre, un capell de copa baixa i un sac de tela en bandolera ple de gra que anava recollint; arrossegava amb un cordill un guarà carregat d’un portamantes. Els nostres dos homes no eren els únics que rondinaven per la seva malastrugança. Endreçaven els passos cap a la nova ruta de Smolensk, per on vorejava a banda i banda una filera d’arbres gegants que semblaven salzes i que travessava planícies de sorra. Era tan àmplia que hi podien circular deu calesses de front, però aquell dilluns de setembre, gris i fred, s’aixecà un vel de calitja sobre el tumult de soldats que seguien la Guàrdia i l’exèrcit de Davout. Hi havia milers de furgons, carruatges a dojo per transportar els bagatges, ambulàncies volants, carraques dels paletes, sabaters i sastres; portaven molins manuals, fornals, estris i fulles de godalles que, amb les empunyadures de fusta, sobresortien del carro. Els homes més extenuats, corsecats per la febre, es deixaven emportar, asseguts damunt els carretons junyits als cavalls més esprimatxats. Un gran estol de gossos s’abraonaven a queixalades. Soldats de tots els exèrcits escortaven aquell tropell. Feia tres mesos que vam sortir cap a Moscou.
Es veritat, va recordar el capità, al juny allò feia goig, quan varen travessar el Neman per violar el territori dels russos. La desfilada de les tropes per aquells ponts flotants va durar tres dies. Imagini, centenars de canyons, més de cinc-cents mil guerrers en peu de guerra, una bona tercera part francesos, la infanteria amb capots grisos flanquejant els il·liris, els croates, els voluntaris espanyols i els italians del príncep Eugeni. Tanta força, tant ordre, tants homes, tants colors: als portuguesos se’ls distingia per les plomes taronges dels xacós, als carrabiners de Weimar per les plomes grogues, pel gavany verd als soldats de Württemberg, pel color roig i daurat als hússars de Silèsia, pel blanc de les cavalleries lleugeres als austríacs, als saxons perquè anaven cuirassats i per la indumentària de color almesquí als caçadors bavaresos. A la riba enemiga, la banda de la Guàrdia va emprendre amb Le Nouvel Air de Roland: «Cap on van aquests valerosos cavallers, l’honor i l’esperança de França... ».
Tan bon punt varen creuar el riu, van caure les desgràcies. No hi havia cap altre remei que avançar per un desert sota un sol abrasador, endinsar-se en boscos d’avets negres, suportar tot d’un plegat un fred esfereïdor després d’una tempesta infernal; molts carruatges van quedar atrapats en el llot. Poc abans d’una setmana, els regiments van deixar enrere els combois de provisions, carretons feixucs dels quals els bous tiraven lentament. L’escassetat de provisions va esdevenir un problema greu. Quan l’avançada arribava a un poble, no hi trobava res. La collita? Cremada. El bestiar? Requisat. Els molins? Destruïts. Les botigues? Devastades. Les cases? Buides. Cinc anys enrere, quan Napoleó va portar la guerra a Polònia, D’Herbigny ja havia vist els pagesos abandonar les seves granges per refugiar-se al cor dels boscos amb els seus animals i provisions; uns amagaven patates sota l’enllosat, d’altres enterraven farina, arròs i cansalada fumada sota els avets, fins i tot penjaven caixes senceres de carn curada a les capçades dels arbres. La història es repetia, però encara seria pitjor.
Anècdota sobre la disminució de la moral del treballador - Montse Cruells
En un port d’una costa d’Europa occidental, un home espellifat jeu mig adormit a la seva barca. Un turista vestit a la moda col·loca un carret de color a la càmera per fotografiar la idíl·lica estampa: el cel blau, el mar verd amb pacífiques crestes d’onada blanques com la neu, la barca negra, el barret de pescador vermell. Clic. Altra vegada: clic. I perquè la tercera és la bona i per estar-ne segur, una tercera vegada: clic.
El soroll sec i gairebé hostil desperta al pescador endormiscat, que s’incorpora mandrós i, amb mandra, intenta agafar un paquet de tabac. Abans que el pugui trobar, però, l’aplicat turista ja n’hi ha plantat un davant dels morros i no li ha posat la cigarreta precisament als llavis, però sí a la mà. I un quart clic, el de l’encenedor, que posa fi a l’accelerada cortesia. D’aquest excés de cortesia fugaç, gairebé incomptable i impossible de demostrar, ha sorgit una timidesa tensa, que el turista, que parla l’idioma local, intenta franquejar fent petar la xerrada.
―Avui farà una bona pesca.
El pescador fa que no amb el cap.
―Però a mi m’han dit que fa bon temps.
El pescador fa que sí amb el cap.
―Així doncs no sortirà a pescar?
El pescador fa que no amb el cap i el turista es posa encara més nerviós. Sens dubte, el preocupa profundament el benestar de l’home espellifat, el rosega la tristesa de l’oportunitat perduda.
―Ah, no es troba bé?
Finalment el pescador es deixa de gestos i fa servir paraules.
―Em trobo de meravella ―diu―. Em trobo millor que mai.
S’aixeca i s’estira com si volgués exhibir la seva complexió atlètica.
―Em trobo perfectament.
L’expressió de la cara del turista cada vegada és més trista. Ja no pot contenir la pregunta que, per dir-ho d’alguna manera, amenaça de fer-li esclatar el cor.
―I doncs llavors per què no surt a pescar?
La resposta és ràpida i concisa.
―Perquè ja he sortit avui al matí.
―Ha anat bé la pesca?
―Ha anat tan bé que no em cal sortir una altra vegada. Tenia quatre llagostes al cistell, he pescat gairebé dues dotzenes de verat...
El pescador, per fi ben despert, es desinhibeix i tusta l’esquena del turista per calmar-lo. L’expressió de la seva cara li sembla d’una tristesa inapropiada, però a la vegada commovedora.
―Fins i tot en tinc prou per demà i demà passat ―diu per alleugerir l’esperit del foraster―. Vol fumar-se’n una de les meves?
―Sí, gràcies.
Es posen les cigarretes als llavis. Un cinquè clic. El foraster, sacsejant el cap, s’asseu a la vora de la barca i deixa la càmera per fer servir totes dues mans per donar èmfasi al seu discurs.
―No em vull ficar on no em demanen, ―diu― però imagini’s això: avui surt a pescar una segona, una tercera i, fins i tot, una quarta vegada i pesca tres, quatre, cinc i potser fins a deu dotzenes de verat. Imagini-s’ho.
El pescador fa que sí amb el cap.
―Surt a pescar ―continua el turista― dues, tres, potser fins a quatre vegades. I no només avui, sinó també demà i demà passat, sí, cada dia que faci bon temps. Sap què passaria?
El pescador fa que no amb el cap.
―Un any més tard, com a màxim, es podria comprar un motor; en dos anys, una segona barca de pesca; en tres o quatre anys potser tindria una petita barca de ròssec. Amb les dues barques de pesca i la barca de ròssec, òbviament pescaria molt més. Un dia tindria dues barques de ròssec, construiria... ―l’entusiasme li pren la veu durant uns segons― construiria un petit magatzem frigorífic, potser un lloc on poder fumar el peix i, més tard, una empresa de conserves. Podria volar per sobre el mar amb el seu propi helicòpter, albirar els bancs de peixos i donar instruccions per ràdio a les seves barques de ròssec. Podria adquirir els drets de pesca del salmó, obrir una marisqueria, exportar les llagostes a París sense intermediaris i llavors... ―altra vegada l’entusiasme pren la veu al foraster.
Sacsejant el cap, sincerament afligit i gairebé privat del plaer de les vacances, el turista mira com les onades, on peixos lliures salten alegrament, entren al port amb tranquil·litat.
―I llavors... ―diu, però altra vegada l’emoció no el deixa continuar.
El pescador li tusta l’esquena com si es tractés d’un nen que s’ha ennuegat.
―Llavors, què? ―pregunta en veu baixa.
―Llavors, ―diu el foraster amb un entusiasme assossegat― llavors podria estar-se ajagut aquí al port, sense preocupacions, endormiscar-se sota la llum del sol i admirar el mar esplèndid.
―Però si això ja ho faig ara ―diu el pescador―. M’ajec tranquil·lament al port i m’endormisco. L’única cosa que m’ha destorbat han sigut els seus clics.
Després d’haver estat escarmentat, el turista, pensatiu, va marxar perquè abans pensava que treballava per no haver de treballar més algun dia i no va restar-li cap rastre de la compassió que havia sentit pel pescador espellifat, només una mica d’enveja.
En un port d’una costa d’Europa occidental, un home espellifat jeu mig adormit a la seva barca. Un turista vestit a la moda col·loca un carret de color a la càmera per fotografiar la idíl·lica estampa: el cel blau, el mar verd amb pacífiques crestes d’onada blanques com la neu, la barca negra, el barret de pescador vermell. Clic. Altra vegada: clic. I perquè la tercera és la bona i per estar-ne segur, una tercera vegada: clic.
El soroll sec i gairebé hostil desperta al pescador endormiscat, que s’incorpora mandrós i, amb mandra, intenta agafar un paquet de tabac. Abans que el pugui trobar, però, l’aplicat turista ja n’hi ha plantat un davant dels morros i no li ha posat la cigarreta precisament als llavis, però sí a la mà. I un quart clic, el de l’encenedor, que posa fi a l’accelerada cortesia. D’aquest excés de cortesia fugaç, gairebé incomptable i impossible de demostrar, ha sorgit una timidesa tensa, que el turista, que parla l’idioma local, intenta franquejar fent petar la xerrada.
―Avui farà una bona pesca.
El pescador fa que no amb el cap.
―Però a mi m’han dit que fa bon temps.
El pescador fa que sí amb el cap.
―Així doncs no sortirà a pescar?
El pescador fa que no amb el cap i el turista es posa encara més nerviós. Sens dubte, el preocupa profundament el benestar de l’home espellifat, el rosega la tristesa de l’oportunitat perduda.
―Ah, no es troba bé?
Finalment el pescador es deixa de gestos i fa servir paraules.
―Em trobo de meravella ―diu―. Em trobo millor que mai.
S’aixeca i s’estira com si volgués exhibir la seva complexió atlètica.
―Em trobo perfectament.
L’expressió de la cara del turista cada vegada és més trista. Ja no pot contenir la pregunta que, per dir-ho d’alguna manera, amenaça de fer-li esclatar el cor.
―I doncs llavors per què no surt a pescar?
La resposta és ràpida i concisa.
―Perquè ja he sortit avui al matí.
―Ha anat bé la pesca?
―Ha anat tan bé que no em cal sortir una altra vegada. Tenia quatre llagostes al cistell, he pescat gairebé dues dotzenes de verat...
El pescador, per fi ben despert, es desinhibeix i tusta l’esquena del turista per calmar-lo. L’expressió de la seva cara li sembla d’una tristesa inapropiada, però a la vegada commovedora.
―Fins i tot en tinc prou per demà i demà passat ―diu per alleugerir l’esperit del foraster―. Vol fumar-se’n una de les meves?
―Sí, gràcies.
Es posen les cigarretes als llavis. Un cinquè clic. El foraster, sacsejant el cap, s’asseu a la vora de la barca i deixa la càmera per fer servir totes dues mans per donar èmfasi al seu discurs.
―No em vull ficar on no em demanen, ―diu― però imagini’s això: avui surt a pescar una segona, una tercera i, fins i tot, una quarta vegada i pesca tres, quatre, cinc i potser fins a deu dotzenes de verat. Imagini-s’ho.
El pescador fa que sí amb el cap.
―Surt a pescar ―continua el turista― dues, tres, potser fins a quatre vegades. I no només avui, sinó també demà i demà passat, sí, cada dia que faci bon temps. Sap què passaria?
El pescador fa que no amb el cap.
―Un any més tard, com a màxim, es podria comprar un motor; en dos anys, una segona barca de pesca; en tres o quatre anys potser tindria una petita barca de ròssec. Amb les dues barques de pesca i la barca de ròssec, òbviament pescaria molt més. Un dia tindria dues barques de ròssec, construiria... ―l’entusiasme li pren la veu durant uns segons― construiria un petit magatzem frigorífic, potser un lloc on poder fumar el peix i, més tard, una empresa de conserves. Podria volar per sobre el mar amb el seu propi helicòpter, albirar els bancs de peixos i donar instruccions per ràdio a les seves barques de ròssec. Podria adquirir els drets de pesca del salmó, obrir una marisqueria, exportar les llagostes a París sense intermediaris i llavors... ―altra vegada l’entusiasme pren la veu al foraster.
Sacsejant el cap, sincerament afligit i gairebé privat del plaer de les vacances, el turista mira com les onades, on peixos lliures salten alegrament, entren al port amb tranquil·litat.
―I llavors... ―diu, però altra vegada l’emoció no el deixa continuar.
El pescador li tusta l’esquena com si es tractés d’un nen que s’ha ennuegat.
―Llavors, què? ―pregunta en veu baixa.
―Llavors, ―diu el foraster amb un entusiasme assossegat― llavors podria estar-se ajagut aquí al port, sense preocupacions, endormiscar-se sota la llum del sol i admirar el mar esplèndid.
―Però si això ja ho faig ara ―diu el pescador―. M’ajec tranquil·lament al port i m’endormisco. L’única cosa que m’ha destorbat han sigut els seus clics.
Després d’haver estat escarmentat, el turista, pensatiu, va marxar perquè abans pensava que treballava per no haver de treballar més algun dia i no va restar-li cap rastre de la compassió que havia sentit pel pescador espellifat, només una mica d’enveja.